lunes, 7 de abril de 2025

Viajes en el pasado. Bolivia 1993. La carretera de los Yungas y la selva de Rurrenabaque.

 


Coroico (3650 m.), a medio camina hacia la selva de Bolivia

    Una parte del territorio de Bolivia se encuentra al otro lado de la cordillera de los Andes. Es la zona selvática y llana donde se cultiva una gran cantidad de productos agrícolas que deben cruzar las montañas para llegar a la capital. En los 90, una estrecha carretera te llevaba desde la Paz hasta la cumbre, a 4.800 metros para luego descender hasta los 1200 metros en la zona de Rurrenabaque, al lado del río Beni, un afluente del Amazonas. Era la carretera de los Yungas (también llamada “Carretera de la muerte”), apenas una pista de tierra de tres metros de anchura con enormes precipicios, muchas veces a ambos lados. Fue construida por prisioneros paraguayos durante la guerra del Chaco. Durante un par de décadas, los despeñamientos de camiones y autobuses producían una media de 250-300 muertos por año. Ciertamente ponía los pelos de punta. No en vano el conductor de la furgoneta donde viajo nos hace bajar en la cumbre, rocía las ruedas con alcohol y pone un cigarrillo encendido en cada una de ellas mientras recita unas oraciones. Luego cada uno de los pasajeros bebe un trago de alcohol y lo escupe hacia la tierra como homenaje a la Pachamama. Debió de funcionar porque llegamos sanos y salvos a Coroico, un pueblecito a medio camino, a 3.600 metros, donde paso un par de días de descanso antes de continuar el viaje hacia la selva.


La terrible carretera de los Yungas, la más peligrosa carretera del mundo en 1993.

    Dos días después continúo el viaje en la caja de un camión. Hacemos noche en Carinavi, un poblacho de garimpeiros con chozos de madera y calles de barro, pero donde el dinero corre a espuertas y algunos pagan con polvo de oro. Incluso compro una pequeña pepita de 4 gramos  por unos 35 dólares. El restaurante de la pensión donde pasamos la noche es un antro indescriptible donde se come y se bebe hasta caer redondo, entre una variopinta clientela de buscadores de fortuna, prostitutas, policías, cholos y cholas, traficantes de todo lo traficable y algún viajero despistado. Al amanecer del día siguiente continuamos viaje en un destartalado autobús con el que cruzamos decenas de arroyos, riachuelos y barrancos. A veces hay que bajarse a empujar o a poner ramas entre el barro.


Camiones atascados en el barro en las cercanías de Carinavi.

     Por fin llego a mi destino: Rurrenabaque. Una pequeña ciudad al lado del poderoso rio Beni. En el viaje he conocido una pareja de suizos, callados como muertos, y los convenzo para que nos vayamos unos días a la selva con un guía. El dueño del hotel donde me hospedo es una especie de Indiana Jones boliviano que rápidamente nos organiza una semana en la selva con barca, guía y cocinero por 50 $ por cabeza. Una ganga. Lo cierto es que, a pesar de que fue todo muy primitivo a nivel de medios, comida o seguridad fueron unos días inolvidables. Nos trituraron los mosquitos. Puso en riego nuestras vidas como cuando nos hizo bajar un tramo del poderoso río en una improvisada balsa de troncos, que se partió a la mitad en medio de una tormenta torrencial. Eso sin pensar en las decenas de caimanes de las orillas. Nos prometió que comeríamos de todo en la selva, ya que cazaría y pescaría para nosotros, pero solo un día consiguió un gran pescado y el resto nos conformamos con arroz blanco, una lata de atún y una taza de café. Acampamos bajo una lona al lado del río contemplando las estrellas y escuchando el ruido de los animales nocturnos y  yo dormía como un tronco metido en un saco de dormir, ajeno a  las serpientes, arañas y otros bichos que pululaban por allí.  Durante horas caminábamos por el interior de la selva sin senderos ni caminos, solo con un par de machetes, siguiendo huellas de animales que nunca encontrábamos, sudando a muerte mientras nos abrasaban las hormigas y los arbustos espinosos. Era joven e inconsciente, sin duda. Una temeridad, pero lo cierto es que regresamos vivos y con muchas historias que contar.


Atardecer en el río Beni, un afluente del Amazonas

    Esta vez no quiero tentar mi suerte otra vez en la Carretera de la muerte y regreso a la capital en una destartalada avioneta, sentados en el suelo, sin cinturón, entre un montón de bultos. Le cuesta trabajo empinarse sobre los Andes y casi podemos tocar la nieve con las manos. Durante un tiempo pienso si no hubiera sido mejor la carretera.


Un camión en la carretera de los Yungas.



Coroico es un vergel a medio camino hacia la selva.


Paisaje de montaña desde Coroico



                       Hago largas caminatas por la montaña, a menudo cubierta de niebla.


Empujando el autobús.


Vista de Rurrenebaque desde la avioneta que me lleva de vuelta.



Una de las calles del pueblo.


Actividad a la orilla del río


Transportando fruta en una balsa de troncos.



Una cabaña en las afueras del pueblo.



Contratando la excursión a la selva con el "Indiana Jones" boliviano. Sobre la mesa vasijas, probablemente mayas, encontradas en el río.


Navegando por el río.


Yo recogiendo fruta para el viaje.


Visitando una familia recién llegados de la capital.


Los niños machacando grano.


Caminando por la selva.


                                                    Una preciosa cabaña en  plena selva


Un descanso en el camino.


Yo  bebiendo agua de una liana.


Nuestro guía y una mariposa azul.


Un poblado del interior.


Mujer transportando bananas.


Nuestro transporte.


Contemplando la selva.


Montando el campamento.


Al lado del río.





Navegando de vuelta al pueblo.