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Coroico (3650 m.), a medio camina hacia la selva de Bolivia |
Una parte del territorio de
Bolivia se encuentra al otro lado de la cordillera de los Andes. Es la zona
selvática y llana donde se cultiva una gran cantidad de productos agrícolas que
deben cruzar las montañas para llegar a la capital. En los 90, una estrecha
carretera te llevaba desde la Paz hasta la cumbre, a 4.800 metros para luego
descender hasta los 1200 metros en la zona de Rurrenabaque, al lado del río
Beni, un afluente del Amazonas. Era la carretera de los Yungas (también llamada
“Carretera de la muerte”), apenas una pista de tierra de tres metros de anchura
con enormes precipicios, muchas veces a ambos lados. Fue construida por prisioneros
paraguayos durante la guerra del Chaco. Durante un par de décadas, los
despeñamientos de camiones y autobuses producían una media de 250-300 muertos
por año. Ciertamente ponía los pelos de punta. No en vano el conductor de la
furgoneta donde viajo nos hace bajar en la cumbre, rocía las ruedas con alcohol
y pone un cigarrillo encendido en cada una de ellas mientras recita unas
oraciones. Luego cada uno de los pasajeros bebe un trago de alcohol y lo escupe
hacia la tierra como homenaje a la Pachamama. Debió de funcionar porque
llegamos sanos y salvos a Coroico, un pueblecito a medio camino, a 3.600
metros, donde paso un par de días de descanso antes de continuar el viaje hacia
la selva.
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La terrible carretera de los Yungas, la más peligrosa carretera del mundo en 1993. |
Dos días después continúo el
viaje en la caja de un camión. Hacemos noche en Carinavi, un poblacho de garimpeiros
con chozos de madera y calles de barro, pero donde el dinero corre a espuertas
y algunos pagan con polvo de oro. Incluso compro una pequeña pepita de 4 gramos
por unos 35 dólares. El restaurante de
la pensión donde pasamos la noche es un antro indescriptible donde se come y se
bebe hasta caer redondo, entre una variopinta clientela de buscadores de
fortuna, prostitutas, policías, cholos y cholas, traficantes de todo lo
traficable y algún viajero despistado. Al amanecer del día siguiente
continuamos viaje en un destartalado autobús con el que cruzamos decenas de
arroyos, riachuelos y barrancos. A veces hay que bajarse a empujar o a poner
ramas entre el barro.
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Camiones atascados en el barro en las cercanías de Carinavi. |
Por fin llego a mi destino: Rurrenabaque. Una
pequeña ciudad al lado del poderoso rio Beni. En el viaje he conocido una
pareja de suizos, callados como muertos, y los convenzo para que nos vayamos
unos días a la selva con un guía. El dueño del hotel donde me hospedo es una
especie de Indiana Jones boliviano que rápidamente nos organiza una semana en
la selva con barca, guía y cocinero por 50 $ por cabeza. Una ganga. Lo cierto
es que, a pesar de que fue todo muy primitivo a nivel de medios, comida o
seguridad fueron unos días inolvidables. Nos trituraron los mosquitos. Puso en
riego nuestras vidas como cuando nos hizo bajar un tramo del poderoso río en
una improvisada balsa de troncos, que se partió a la mitad en medio de una
tormenta torrencial. Eso sin pensar en las decenas de caimanes de las orillas. Nos
prometió que comeríamos de todo en la selva, ya que cazaría y pescaría para
nosotros, pero solo un día consiguió un gran pescado y el resto nos conformamos
con arroz blanco, una lata de atún y una taza de café. Acampamos bajo una lona
al lado del río contemplando las estrellas y escuchando el ruido de los
animales nocturnos y yo dormía como un tronco
metido en un saco de dormir, ajeno a las
serpientes, arañas y otros bichos que pululaban por allí. Durante horas caminábamos por el interior de
la selva sin senderos ni caminos, solo con un par de machetes, siguiendo
huellas de animales que nunca encontrábamos, sudando a muerte mientras nos abrasaban
las hormigas y los arbustos espinosos. Era joven e inconsciente, sin duda. Una
temeridad, pero lo cierto es que regresamos vivos y con muchas historias que
contar.
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Atardecer en el río Beni, un afluente del Amazonas |
Esta vez no quiero tentar mi
suerte otra vez en la Carretera de la muerte y regreso a la capital en una
destartalada avioneta, sentados en el suelo, sin cinturón, entre un montón de
bultos. Le cuesta trabajo empinarse sobre los Andes y casi podemos tocar la nieve con las manos. Durante un tiempo pienso si
no hubiera sido mejor la carretera.
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Un camión en la carretera de los Yungas. |
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Coroico es un vergel a medio camino hacia la selva. Paisaje de montaña desde Coroico |
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Empujando el autobús. |
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Vista de Rurrenebaque desde la avioneta que me lleva de vuelta. |
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Una de las calles del pueblo. |
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Actividad a la orilla del río |
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Transportando fruta en una balsa de troncos. |
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Una cabaña en las afueras del pueblo. |
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Contratando la excursión a la selva con el "Indiana Jones" boliviano. Sobre la mesa vasijas, probablemente mayas, encontradas en el río. |
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Navegando por el río. |
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Yo recogiendo fruta para el viaje. |
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Visitando una familia recién llegados de la capital. Los niños machacando grano. Caminando por la selva. |
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Un descanso en el camino. |
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Yo bebiendo agua de una liana. Nuestro guía y una mariposa azul. |
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Un poblado del interior. |
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Mujer transportando bananas. |
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Nuestro transporte. |
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Contemplando la selva. Montando el campamento. |
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Al lado del río. |
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Navegando de vuelta al pueblo. |